La pandemia por COVID-19 y volver al mundo


Dos años de pandemia. Un escrito por cada uno de ellos. Volveremos en el 2022. 

2020 la pandemia por COVID-19

Ella, mi hija, sentada en un balcón en Cajicá, con el sol abriendo la cortina de las nubes en un verde y nostálgico paisaje de casas colgadas en la montaña; Yo, desde un apartamento viendo, apenas en un trocito de cielo, como se despereza el día; ella, escuchando el mugido de “pestaña”, un becerro que responde por su nombre y es tan amable y dócil como un cachorro; yo, con el rumor de autos que se desplazan desgarrando el aire; ella, con los minutos escasos pues debe emprender las rutinas y los ritmos de una jornada de trabajo que se acelera con las horas; yo, con todo el tiempo del mundo y sin más afanes que escribir un par de páginas; ella y yo, hoy, compartimos un café virtual.


En marzo del 2020 nos cayó encima como un torrente de agua que nadie se esperaba, salvo Bill Gates, la noticia de un virus nuevo, de la familia de los coronavirus, del que se venía hablando en el mundo, pero que, en Colombia, hizo presencia hasta el tercer mes del año. Después de la noticia del primer caso, el país se sumó al pánico mundial.
El miedo, amplificado con el megáfono de las redes sociales, sumado a la ignorancia tanto de científicos como de políticos y dirigentes de todos los calibres, llevó a un sentimiento de urgencia un tanto irreflexivo; el desconcierto generalizado, sirvió de escenario propicio para que, en aras de proteger a la gente, el afán de control y el autoritarismo tomara por su cuenta las libertades individuales y, con la anuencia de los ciudadanos asustados, se cerraran las fronteras, los aeropuertos, las ciudades, las carreteras; se legislara sobre la movilidad, la sociabilidad y hasta el duelo. 


En nuestro país, el manejo dado a la crisis fue tan desmedido que teniendo menos de cien contagiados se cerró todo, desde el Amazonas hasta la Guajira, pasando por cada uno de los municipios, veredas, esquinas y callejones existentes; confinando a, mal contados, cincuenta millones de personas. En síntesis, todos terminamos encerrados so pena de multas y castigos, so pena del escarnio público, so pena de caer fulminados por el Covid 19.

2021 Volver al mundo 

El carro daba saltos y brincos sorteando el camino de llegada. Adentro el calor se filtraba a pesar del aire acondicionado. Viajábamos tres personas: mi hija, su esposo y yo, huyendo del encierro que nos tenía atrapados entre las sanciones y el temor a un posible contagio. Corrían los primeros días de enero del año 2021 y nosotros, a todo riesgo, cogimos camino hacia el desierto de la Tatacoa en el Huila. Era mi primera visita a un desierto. Estaba llena de expectativa, llevando en la imaginación grandes extensiones de arena amarilla, un sol abrazador y un horizonte desolado. Así era el desierto en mi cabeza, y así esperé verlo en el Huila. 


El desierto de la Tatacoa vivía en mi fantasía, desde los tiempos de universidad cuando escuchaba hablar sobre las excursiones de mis compañeros, a las que nunca fui. Sin embargo, llegando al destino trazado, tenía frente a mi un terreno gredoso, oscuro y mucha más vegetación de lo que esperaba encontrar. 


Habíamos decidido alojarnos en unas cabañas administradas por gentes de la región, que habían logrado combinar con sabiduría las buenas formas de un servicio amable y eficiente y el toque artesanal de unas viviendas hechas con manos campesinas.  Nos instalamos en una construcción redonda que hacía pensar en un bohío indígena bajo sendos mosquiteros, en literas cómodas y limpias. Al caer la noche un gato decidió instalarse en mi cama y yo decidí aceptarlo como amigo. Afuera brillaban un millón de estrellas.


La primera salida en pos del desierto nos reveló que pese a su nombre La tatacoa no es propiamente un desierto es en realidad un bosque seco tropical, lo que significa que llueve un poco en ciertas épocas del año y la pluviosidad deja humedad suficiente para que sobrevivan enormes cactus que salpican el paisaje. Con 330 kilómetros de extensión es, después de la Guajira en la costa norte del país, la zona árida más extensa de Colombia.


El  desierto de La Tatacoa se encuentra ubicado en el municipio de Villavieja, departamento del Huila, se trata de una zona erosionada en donde se aprecian grandes cañones secos, tapizados de arcilla,  que conforman un laberinto de socavones de hasta 20 metros de altura. A estas formaciones se les conoce como cárcavas  y conforman un escenario en donde se tiene la sensación de estar caminando por un mundo pos apocalíptico. Sin embargo, la vegetación, escasa y un tanto famélica, subsiste en medio de la resequedad del paisaje. La temperatura, en los días más calientes,  llega a estar por encima de los 40 grados. En medio de aquel territorio alucinado, de un lado rojo y del otro gris, no es difícil transportarse a otro mundo, un mundo calcinado y sediento. 

Hicimos todo lo que conviene hacer a los turistas: fuimos a ver el cielo, aprovechando la posición privilegiada en las que nos encontrábamos, y viajamos por el cosmos tendidos bajo un manto de estrellas y galaxias. Nos dejamos fascinar por los colores del desierto; nos mecimos en un columpio sobre el abismo con las alas abiertas cumpliendo en tierra el sueño de volar; nos tomamos muchas selfies; comimos productos locales en restaurantes ventilados por los ardientes sopores del desierto, pero sobre todo nos conectamos con la naturaleza, con la magia de la vida. En ese lugar fantástico pudimos alejarnos de los miedos pandémicos, tomar distancia para recordar que la vida prevalece aún en las condiciones mas adversas; tuvimos tiempo para tomar un café entre nos y celebrar una vez más el hecho de estar vivos y juntos.

Rebeca y Laura.





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